miércoles, 22 de junio de 2011

LA FABLILLA DEL SECRETO BIEN GUARDADO

EL SECRETO BIEN GUARDADO

Versión sobre el original de Alejandro Casona

Por Eduardo Eimil

ALEJANDRO CASONA


Personajes

Iluminado

Severino

Prudencia

Segismunda

Aparicia

Cleopatra

Iluminado.- (Entra de pronto con un envoltorio bajo el brazo.) ¡Prudencia! ¡Prudencia! (Nadie responde. Trata de ocultar el bulto en varios sitios de la casa, pero ninguno le conviene. Finalmente alguien llama y lo esconde como puede.)

Severino.- ¡Buenas tardes! ¿No hay nadie en casa?

Iluminado.- ¡Voy…, voy!

Severino.- (Es un guajiro viejo, con cara de pocos amigos. Trae colgados al hombro un saco y una red.) ¿Desde cuándo se cierra con llave la casa de un guajiro pobre y muerto de hambre?

Iluminado.- Habrá sido Prudencia al salir.

Severino.- ¡Eso sí que estaría bueno! Así que tu mujer sale y deja la puerta cerrada por dentro.

Iluminado.- Se habrá corrido la llave.

Severino.- ¿Ella sola? ¿Y con dos vueltas?

Iluminado.- Ah, pues entonces habré sido yo sin darme cuenta.

Severino.- ¿Por qué? (Pausa.) ¡Hable, carajo! ¿Has cometido algún crimen, Iluminado? (Mira a su alrededor.) Sí, porque miedo a los ladrones no pue’ ser. Aquí no hay ni donde caerse muerto.

Iluminado.- ¡Basta ya, padre! Si cerré o no cerré la puerta, mal rayo me parta si me di cuenta. ¡Y asunto terminado! (Huye la mirada.) ¿De caza o de pesca?

Severino.- Todo junto. Cuando yo tenía tu edad y salía con el lazo, saltaba la trucha; cuando salía con la red, saltaba la jutía. Ahora ya soy perro viejo y juego a las dos manos para tener suerte siempre.

Iluminado.- ¿Cayó algo?

Severino.- Algos. En el monte esta jutía, que está pidiendo a gritos un arroz, y en el río esta trucha, que tendrá sus buenas tres libras. Con un pedazo de pan y un buen trozo por cabeza, mañana será otro día. (Muestra el interior del saco.) ¿Qué me dices de este ejemplar? Ni la sobrina del bodeguero está más gorda.

Iluminado.- (Ajeno.) No está mal.

Severino.- ¿Y a ti qué te pasa? Estás pálido. ¿No te sientes bien?

Iluminado.- No es na’…, el calor… ¿Otro vaso?

Severino.- ¿Cómo que otro si no me has dao’ ni el primero?

Iluminado.- Ah…, creí… (Le trae agua. Las manos le tiemblan.) ¿Qué mira tan fijo?

Severino.- El pulso.

Iluminado.- ¿Qué? ¿No está firme?

Severino.- Si fueras músico estaría bueno pa’ tocar las maracas. (Bebe mientras lo observa.) ¿Tú no habías ido pal conuco?

Iluminado.- Fui.

Severino.- Volviste rápido.

Iluminado.- No había casi na’ que hacer.

Severino.- (Confidencial.) ¿Y cuándo ocurrió la cosa, al ir o al volver?

Iluminado.- Muy preguntón está usted hoy, padre.

Severino.- (Le da un manotazo.) Y tú muy contestón.

Iluminado.- ¡Ay! (Se pasa la mano por golpe.) No sé. A lo mejor es que tengo la cabeza en otra parte.

Severino.- A lo mejor. (Pausa larga.) Vamos, mijo, suéltalo de una vez. ¿Qué te ocurrió esta mañana?

Iluminado.- ¡Padreeeeeeeee!

Severino.- Por lo visto es grave.

Iluminado.- Tanto, que desde esta mañana, como a eso de las diez, no sé si soy el hombre más feliz del mundo o si esta misma noche me voy a colgar de una guásima.

Severino.- (Lo golpea.) ¡No hables sandeces, carijo! Acaba de contar de una vez qué fue lo que te pasó esta mañana.

Iluminado.- Bueno. Pues resulta que hoy me levanté al cantío del gallo, como siempre; cogí la guataca y me fui pal’ conuco. Serían como las cinco de la mañana…

Severino.- Por tu madre, condenao, ahórrame esas cinco horas. ¿Qué pasó a las diez?

Iluminado.- Justo a esa hora estaba yo en medio del surco cuando, de pronto, siento que la guataca tropieza con una cosa dura. ¿Una piedra? ¡Sí, sí, una piedra! Otro golpe y veo una cosa que relumbra. ¿Un vidrio? ¡Sí, sí, un vidrio! Miro y remiro, me agacho, escarbo, meto la mano, toco y vuelvo a mirar… ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Creí que me caía redondo allí mismo! No, no, no, es que no puede ser, no puede ser. ¡Sí, sí, sí, sí puede ser, sí puede ser…! No… ¡Sí! ¿Pero cómo? No, qué va… ¡Sí, sí! (Se establece un juego entre el hijo y el padre que dura tanto como los actores consideren. Finalmente el padre le da un manotazo al hijo.) ¡Y sí! ¡Era, padre, era!

Severino.- ¿Era?

Iluminado.- ¡Era!

Severino.- Pero, ¿qué era, maldito?

Iluminado.- (Pausa. Lo mira. Explota.) ¡Un tesoro! ¡Una botija llena de joyas y monedas de oro!

Severino.- ¡Alabado sea mi dios! ¡Una botija!

Iluminado.- (Saltando, muy alegre.) ¡Sí, padre, sí!

Severino.- (Lo golpea de pronto. Iluminado deja de saltar.) ¡Pero serás guanajo! ¿Así que te cae una fortuna del cielo y a ti te da por colgarte de una guásima?

Iluminado.- Bueno, la verdad es que no fue eso lo que pensé de primera y pata. Cuando saqué la botija de la tierra colorá me vi como he soñado tantas veces: una casa propia llena de lujos y comodidades, una mesa grande con mucha comida rica y un caballo blanco con montura nueva pa’ salir al guateque los domingos. (Bailan e improvisan un guateque. Iluminado se interrumpe con violencia.) Pero de pronto, se acabaron los sueños y empezaron las preocupaciones.

Severino.- Tienes razón. Ya yo lo había pensao, porque un tesoro encontrao pide secreto; y dinero en casa pobre y amor en ojos de joven, difíciles son de ocultar.

Iluminado.- ¡Eso mismo digo yo! Si la cosa quedara entre nosotros, ni siquiera estaría preocupao. Pero, ¿qué va a ser de mí cuando lo sepa todo el mundo?

Severino.- ¿Y por qué tiene que saberlo todo el mundo? ¿Te vio alguien con la botija?

Iluminado.- No. Nadie.

Severino.- ¿Entonces…?

Iluminado.- ¡Mi mujer, padre, mi mujer!

Severino.- ¡Prudencia!

Iluminado.- Usted sabe perfectamente cómo es. Tiene la lengua más larga que la sombra de una palma por la tarde. Saberlo ella y saberlo el pueblo entero es la misma cosa.

Severino.- No, pero esta vez se callará. Dile que es un asunto de vida o muerte.

Iluminado.- Que va. Un secreto en su boca es como echar agua en una cesta.

Severino.- Pídeselo de rodillas.

Iluminado.- Se reirá de mí.

Severino.- Cósele la boca.

Iluminado.- Lo contará por señas.

Severino.- ¡Pégale!

Iluminado.- ¡Es más fuerte que yo!

El padre lo va a golpear, Iluminado espera el manotazo con los ojos cerrados, pero el padre se detiene de pronto.

Severino.- Pues si no puedes con tu mujer no hay más que una solución, la primera que debiste pensar. No le digas nada, y san se acabó.

Iluminado.- ¿Ah sí? ¿Y el hocico?

Severino.- ¿Qué hocico?

Iluminado.- ¡El de ella! Se huele las cosas desde lejos. Sólo una vez en mi vida la he engañado, con la panadera. ¡Y en cuanto llegué a la casa por el olor lo supo todo!

Severino.- Entierra el cofre.

Iluminado.- Tiene ojos de gato.

Severino.- ¡Arráncale los ojos!

Iluminado.- ¡Tiene una vela en cada dedo!

Severino.- ¡Mátala de una vez!

Iluminado.- ¡Esa es de las que vuelven! No hay salvación, padre: una soga y un árbol…, una soga y un árbol.

Severino.- Calma, mijo, calma. Pongamos por caso lo peor: que tu mujer se entera y lo publica a los cuatro vientos. A fin de cuentas, ¿qué te puede pasar?

Iluminado.- ¿Y usted me lo pregunta? ¡Ay, padre, qué poco conoce el mundo a pesar de sus años! (El padre le lanza un golpe, pero él lo esquiva.) Escúcheme, escúcheme. Mire, lo primero es que, como este terreno es alquilado, el dueño pondrá una demanda con el notario. Los vecinos, por si hay más botijas, se meterán en el conuco por la noche y me acabarán con la siembra. Los amigos me pedirán; los que me deben no me pagarán; los que me prestaron me reclamarán… Y mientras tanto, el notario que levanta la demanda, el escribano que me llena la casa de tinta y me la vacía de ron… ¿Ah, que el terreno vale?, contribuciones para el gobierno. ¿Qué protestas? Una multa. Queja que entra, jamón que sale… Y el pleito que no se acaba, guardia rural que viene, testigos que van y al final, ¡desalojo!

Severino.- No hay mal que dure cien años. Ganarás el pleito.

Iluminado.- ¿Y con eso qué? Ahí están las reparticiones: la mitad para el dueño del terreno, la tercera parte para el notario, la quinta para el alcalde, la décima para el gobierno… Quite los impuestos y los tributos, y lo que sobre, si sobra, será pa’ pagarle al médico, porque para entonces ya me habré enfermado. ¡Eso si no ocurre lo peor!

Severino.- (El padre traga en seco.) ¿Ah, pero hay más? ¿Qué puede ser peor?

Iluminado.- Que entre todos encuentren pequeña la tajada y me acusen de ocultación. ¿Fraude público? Proceso criminal. ¿Que confieso? Incautación. ¿Qué no confieso? Torturas. Y más todavía. Los expertos dirán que el oro es de negros, judíos o paganos. ¡Y la iglesia me excomulgará! Suma y sigue. El abogado dirá que soy inocente, y cobrará, el fiscal dirá que soy culpable, y cobrará, la iglesia cobrará sin decir nada… ¡Ay, padre, el dineral que me va a costar este tesoro! ¡Eso si no me cuesta la cárcel y hasta el pellejo!

Severino.- ¡Está bueno ya, Iluminado! ¡Basta de desatinos!

Iluminado.- Todo será como se lo digo, padre, se lo juro. ¡Escuche! Son pasos. ¿No los oye? Ya se acercan. ¿Quién es? ¿Quién está ahí? (Frenético.) ¡No hay nadie! ¡Aquí no vive nadie! ¡Nadie!... ¡Nadie!

Severino.- ¡Iluminado, carijo, respete a su padre! ¡Cállese ya la boca! ¿Te has vuelto loco, o qué?

Iluminado.- ¡Yo no fui! ¡Yo no se nada! ¡Ahhhhhhhhh!

Severino.- ¡Basta he dicho! (Lo golpea repetidas veces.) ¡Basta ya! ¡Cálmate, cálmate! (Iluminado reacciona y se calma.) Eso. Así está mejor. Perdona, hijo, pero es que estabas como loco.

Iluminado.- No, padre, no se preocupe. Se lo agradezco.

Severino.- ¿Sabes lo que te digo? Por tu bien, coge ahora mismo esa maldita botija y vuelve a enterrarla donde mismo estaba. Muerto el perro, se acabó la rabia.

Iluminado.- ¿Qué? ¿Renunciar yo a mi tesoro? Primero la muerte. Tenemos que pensar algo antes de que llegue mi mujer. (Se la oye cantar afuera.) ¡Ya está ahí!

Severino.- ¡Buena me has dejao la cabeza tú para pensar nada.

Iluminado.- ¡Una idea, padre! ¡Necesito una idea, una solita!

Severino.- Allá tú y ella con sus problemas. Yo he sido pobre toa’ la vida, y con mi trucha y mi jutía tengo bastante por hoy. (Recoge sus cosas.)

Iluminado.- Una trucha, una jutía…, una jutía, una trucha… Trucha- jutía…, jutía- trucha…, trucha- jutía… (Lanza un grito alegre. El padre lo mira sin entender nada.) ¡Lo tengo! ¡Lo tengo! ¡Gracias, padre! Ahora sí podré disfrutar de mi tesoro tranquilamente.

Severino.- ¿Y ahora qué pasó? No entiendo na’ de na’. ¿Te dio otro ataquito? (Le levanta la mano.)

Iluminado.- (Sosteniendo la mano del padre.) No, nada de eso. Lo que pasa es que ya estamos salvados. ¡Rápido! Ayúdeme a cambiarlas de lugar: la jutía, en la red…, la trucha en el saco…. ¡Pronto!

Severino.- Pero, ¿Qué disparates son esos? ¡Ahora sí te volviste loco!

Iluminado.- Nunca estuve más claro. Ahora salga. Escóndase por allí. Déjeme a mí sólo con ella. ¡Y silencio, por su madre…, silencio!

Severino sale pasmado. Iluminado se sienta en actitud de profunda meditación. Entra Prudencia con un gran cesto de ropa. Canta una canción.

Prudencia.- ¡Mal rayo me parta! ¡Qué resalá me tiene esta vida! ¿Chico tú no te cansas de estar sentado todo el santo día como un buda en una repisa? Bien dicen por ahí que el que nace pa’ tamal, del cielo le caen las hojas. Mi madre, que en paz descanse, me lo advirtió muchas veces. Si hubiera seguido sus consejos en vez de seguir mi gusto, no me vería ahora como me veo, lavando ropa ajena para remendar la propia. ¡Y qué ropa, Virgen santa! ¡Qué ropa! ¡Roña, roñosa, tiña tiñosa, zarrapastrosa! Mira las sábanas del alcalde, con más ventanas que el ayuntamiento un día de fiesta. Y los calzoncillos del bodeguero, que en vez de gastar tanto empinando el codo debería emplear su dinero en tapar mejor sus vergüenzas… y las de su casa. ¡La de su casa, sí! Por la sobrina lo digo, que esta mañana le dio un desmayo en el medio de la guardarraya, ella dice que de la barriga vacía, pero no me sorprendería que fuera de todo lo contrario, que anda más roja que un tomate desde que pasó la tropa por el pueblo, hace ya siete meses. Con otros dos meses, lo que sea, sonará. ¡Vaya si sonará! ¡Tanta finura…, tanto mírame y no me toques, y por detrás…, jé, mosquita muerta! Y este ropón, ¿no parece ropa de enfermo, o peor, de muerto? ¡Ay, solavaya! Pues es la bata de casa de la mujer de Indalencio; que después de todo, no sé de qué se queja. Es verdad que a la vaca la partió un rayo, pero su mujer parió jimaguas. ¿Qué más quiere? De la casa de los diez negritos no quise coger na’, que me dijeron que tienen esa enfermeda’ que anda por ahí: la viruela loca. ¡Loca tenía que estar pa’ meterme en ese infierno! ¡Nido de cuervos! Al mayor lo mordió un perro, ¿y quién tú crees que cogió la rabia? ¡El perro! ¡Oye, estoy hablando contigo! ¿Te comió la lengua el gato o tan poca cosa soy que ya ni la palabra merezco?

Iluminado.- No me molestes ahora, mujer, que tengo cosas más altas en que pensar.

Prudencia.- Pues piensa, hijo, piensa. Y sobre todo, piensa sentado, a ver si hechas raíces de una vez y te quedas ahí sembrao. ¿Sabes a quién vi hoy? ¡A Segismunda, la que fue criada en casa de mi madre! Tenía puesto un vestido nuevo, lleno de encajes. Mira, de aquí hasta aquí. Y Aparicia, la hermana de Cleopatra, que hasta ayer estaba fregando platos, se casa, y el marido le compró un cañaveral. ¿Tú puedes creer eso? ¡Un cañaveral! Y yo, que nací señora, lavando para las dos. ¡Vivir para ver! Pero, ¿de qué me quejo? ¿De qué me quejo, si yo misma me lo busqué? ¡Cuántos pretendientes ricos tuve¡ Y con el pobre me fui a estrellar. Pero mírenlo, mírenlo cómo me lo paga; sentado todo el santo día y roncando toda la santa noche… ¡Que roncando te vea yo en el infierno por los siglos de los siglos, degeneráo! ¡Amén!

Iluminado.- No blasfemes, mujer, y menos un día como hoy. Si supieras lo que me ha pasao’ esta mañana, estarías sin habla y de rodillas.

Prudencia.- ¿A ti te ha pasado algo? ¿A ti? No me hagas reír.

Iluminado.- ¡Que sí, mujer, que sí!

Prudencia.- Bueno, más vale tarde que nunca. ¿Y qué fue lo que te pasó, si se puede saber?

Iluminado.- No pensaba decírtelo, pero es demasiada carga para mi conciencia.

Prudencia.- ¡Lo único que faltaba! Para una vez que tienes algo que contar, ¿pensabas comértelo tú solo? Habla, condenao, por lo que más tú quieras, habla.

Iluminado.- Cierra las puertas y las ventanas. Si alguien nos oye, estamos perdidos.

Prudencia.- ¿Tan grave es la cosa?

Iluminado.- Tanto, que todavía me tiemblan las carnes al recordarlo. ¡Mira! ¡Toca! ¡Toca!

Prudencia.- (Lo toca.) ¡Ay! ¡Es verdad, por tu vida! No me asustes, marido. Dímelo yo de una vez. ¡Qué fue? ¿Viste un aparecido? ¡Me lo imaginé! ¿No? ¿Un robo?... ¡Me lo decía el corazón! ¿Tampoco? ¡Ya se! Una muerte. ¡Tenía que ser! ¡Ay, pobre viuda, ay pobres huérfanos…! ¡Y esa madre… esa madre!

Iluminado.- ¿Qué madre?

Prudencia.- La del muerto.

Iluminado.- ¿Qué muerto?

Prudencia.- ¿Ah, no lo mataron?

Iluminado.- ¡Si te callaras la boca de una vez! Ni robo, ni muerto, ni aparecido. Lo que a mí me pasó fue un milagro. Mejor dicho, tres milagros seguidos. ¡Aquí mismo, delante de estos ojos que se van a comer la tierra!

Prudencia.- ¡Alabado sea mi Dios! ¿Cómo que tres milagros?

Iluminado.- ¿Tú crees en Dios, Prudencia?

Prudencia.- Soy católica, apostólica y romana desde que nací.

Iluminado.- Pues santíguate tres veces y prepárate a escuchar lo que nunca imaginaste.

Prudencia.- ¡Suéltalo ya, que reviento!

Iluminado.- Despacio, que a eso voy. Resulta que esta mañana me levanté temprano para ir al conuco, como queda lejos, y por si tenía suerte por el camino, me eché a un hombro la red y al otro el saco. Llego al río, veo una sombra que se mueve en el agua, tiro la red… ¿y qué crees tú que pesco?

Prudencia.- Una trucha.

Iluminado.- ¡Una jutía!

Prudencia.- ¡No!

Iluminado.- Eso pensé yo al principio: ¡no!... Pero miro, remiro y vuelvo a mirar, y no hay vuelta de hoja: ¡una jutía!

Prudencia.- ¡Ave María purísima! ¿No habrías bebido, Iluminado?

Iluminado.- ¡No! Estaba más fresco que una lechuga. Imagínate cómo me quedé, que si me pinchan, no me sale gota. Sigo caminando sin saber qué pensar; llego al monte, veo una cosa que corre entre las matas, preparo el lazo… ¿y qué tú crees que atrapo?

Prudencia.- ¡Otra jutía!

Iluminado.- ¡Una trucha!

Prudencia.- ¡Jesús, María y José! ¿Una trucha en el medio del monte? ¿No estarías soñando?

Iluminado.- ¿Tengo cara de sueño acaso? ¿No me ves temblando como una hoja?

Prudencia.- Pero, entonces, Iluminado, entonces… ¡Era un aviso del cielo!

Iluminado.- Lo mismo que pensé yo: “¡arrodíllate, pecador, que la mano de Dios está sobre tu cabeza!” Caigo de rodillas rezando el Padre Nuestro, me agacho a besar la tierra, cuando, de repente, allí mismo, delante de mis ojos, veo una cosa que relumbra…

Prudencia.- (Poseída) ¡Una espada de fuego!

Iluminado.- ¡Un tesoro, Prudencia, un tesoro! ¡Una botija repleta de joyas y monedas de oro!

Prudencia.- (Se queda muda, temblando, en éxtasis. Poco a poco logra hablar.) ¡Ah, no, no, no, no, qué va! Tú me quieres matar a mí del corazón. Lo de la jutía…, pase. Lo de la trucha…, pase. Pero ¡un tesoro! ¿¡Un tesoro!? ¡Júrame que no me engañas!

Iluminado.- ¿Necesitas pruebas, mujer de poca fe? Mira esa red. ¿Qué ves ahí?

Prudencia.- ¡Ciega me quede si no es una jutía!

Iluminado.- Mira ahora ese saco. ¿Qué ves?

Prudencia.- ¡Muerta me caiga si no es una trucha!

Iluminado.- (Volcando la botija sobre la mesa.) ¿Y esto? ¿Es un sueño esto?

Prudencia.- (Deslumbrada.) ¡Oro, joyas, piedras preciosas! ¡Ay, Iluminado de mi corazón, que me vuelvo loca de tanta alegría! (Lo abraza y lo besa.) ¡Mi maridito lindo! ¡Yo siempre lo dije: en todo el mundo no hay un hombre como el mío!

Iluminado.- Cálmate, mujer, cálmate; y baja la voz que nos van a oír. Prudencia, por lo que más tú quieras, júrame que pase lo que pase no le dirás a nadie una palabra de todo esto.

Prudencia.- (Con el oro.) Claro que no. A nadie, a nadie.

Iluminado.- ¡Júralo!

Prudencia.- Te lo juro por la memoria de mi madre, que en paz descanse. ¡Que me caiga muerta en el piso si digo algo! (Con el oro.) ¡Ay, qué amarillito, qué belleza, qué preciosura! ¡Mira, mira! ¡Oye como suena, oye! ¡Son las campanas de la gloria! ¡Oro… oro… oro!

Cantan:

¡Oro, tenemos oro!

Y la tristeza, pobreza, se irán,

porque más ricos que los reyes

podremos vivir.

En la vida todo irá muy bien.

No más inquietudes, ya nos problemas.

Y todo gracias a mí.

Llaman a la puerta.

Iluminado.- ¡Dios mío! ¿Nos habrán oído?

Prudencia.- ¡Corre y escóndelo! ¡Dale, rápido! ¡Ciérralo con siete llaves! ¡Siéntatele encima! ¡Si hay peligro, de aquí no pasan! ¡Pero corre!

Iluminado sale. Se escuchan más golpes a la puerta y voces de las Vecinas.

Voces.- ¡Prudencia! ¡Prudencia! ¿No hay nadie en casa? ¡Prudencia!

Prudencia.- (Respira hondo y trata de componerse como puede.) ¡Ya va! ¡Ya va! (Entran Segismunda, Aparicia y Cleopatra con grandes cestos de ropa.) Buenas tardes, Segismunda.

Segismunda.- Qué tal, hija.

Prudencia.- Y qué, Cleopatra.

Cleopatra.- Ahí, ya me ves.

Prudencia.- ¿Cómo estás, Aparicia?

Aparicia.- Bien, Prudencia. ¿Y tú?

Prudencia.- ¿Yo? ¡Divinamente! No podía estar mejor. Pero vengan acá, díganme una cosa, ¿a qué viene eso de armar un escándalo tan grande en casa ajena?

Segismunda.- Ay, hija, como te demorabas tanto en abrir…

Aparicia.- ¿Estabas ya durmiendo la siesta…?

Prudencia.- No, hija, no. ¡Qué va! ¡Estos no son tiempos de dormir! Tiene que andar uno con los ojos bien abiertos. Óyeme, pero qué cargadas vienen las tres. Seguramente que regalos no son.

Cleopatra.- Trabajo, que es el regalo del pobre. Te traje cuatro camisas y ocho sábanas. Trátalas con cuidado, que son de hilo.

Prudencia.- Podrías ahorrarte el consejo. ¿O crees que no sé lo que son las sábanas de hilo, yo, que nací entre ellas?

Segismunda.- Yo traje dos mudas completas y el mantel grande de las fiestas.

Prudencia.- De hilo también, ¿verdad?

Aparicia.- Y yo traje mi ajuar de bodas. Mójalo y plánchalo nada más. Tiene que estar para antes del domingo.

Prudencia.- Ya veremos.

Aparicia.- ¿Cómo que veremos? Tiene que estar.

Prudencia.- Paciencia, hija, paciencia, que si no es para este, será para el que viene, y si no, para el otro.

Aparicia.- Pero es que la boda no puede esperar.

Prudencia.- ¿Y a mí qué? Yo no soy ni la novia ni la madrina. Y ni siquiera te acordaste de invitarme.

Cleopatra.- Es que va a ser una fiesta pequeña, familiar.

Prudencia.- ¡Naturalmente! Los pobres están bien para servir la mesa, pero para sentarse, no.

Segismunda.- Ay, mujer, pero, ¿qué te ha dao’ a ti hoy que todo te molesta?

Prudencia.- ¡Que ya me cansé! ¡Me cansé de ser siempre la última y de que todos me mangoneen! Dale Prudencia pal río, dale Prudencia pal fogón, dale Prudencia a lavar la ropa del pueblo entero… ¡Y se acabó! ¿Me oyeron? ¡Se acabó! ¡Señora nací y señora volveré a ser a partir de hoy! Y al que le pique, ¡que se arrasque!

Segismunda.- Siempre con tus manías de grandeza…

Cleopatra.- Es verda’, siempre el mismo cuento.

Aparicia.- Ya estamos cansadas de oír siempre lo mismo. Acéptalo de una vez. Pobre naciste y pobre morirás.

Prudencia.- ¿Así que pobre, no? Ya verán ustedes, ya verán. ¿Ven estas manos todas desbaratadas de tanto trabajo? Pues blancas como el coco las van a ver pronto, como las de una reina. Y llenas de anillos y sortijas y adornos.

Segismunda.- ¿Esperas un milagro?

Prudencia.- ¿Y por qué no? ¿Acaso tú no fuiste criada en casa de mi madre y ahora andas vestida de encajes? ¿Y tú, no empezaste fregando platos y ahora tienes un cañaveral?

Aparicia.- Me lo regaló mi futuro marido, que para eso trabaja.

Prudencia.- ¡Tu futuro Marido! Marido… ¡Qué manera de llenarse la boca con esa palabra, como si fueras la única que se casa por la iglesia! ¿Y qué tiene el tuyo que el mío no tenga, a ver? ¿Ha pescado alguna vez tu “futuro marido” una jutía en el río?

Aparicia.- ¿Una jutía en el río? ¡Por supuesto que no!

Prudencia.- Pues el mío sí. ¡Mírala en esa red!

Las Tres.- (Riendo) Una jutía en el río… ja, ja, ja, ja; una jutía en el río… Ja, ja, ja…

Cleopatra.- Prudencia, ¿a qué viene esa broma ahora?

Prudencia.- Nada de broma. (A Segismunda.) ¿Y el tuyo? ¿Ha cazado alguna ves tu marido una trucha en el monte?

Segismunda.- ¿Una trucha en el monte? ¡Segurísimo que no!

Pruedencia.- ¡Pues el mío sí! Mírala en ese saco.

Las Tres.- (Riendo.) Una trucha en el monte… ja, ja, ja, ja; una trucha en el monte…

Cleopatra.- Pero, hija, ¿estás hablando en serio?

Prudencia.- ¡Pero eso no es todo! Lo más grande vino después. “¡Arrodíllate, pecador, que la mano de Dios está sobre tu cabeza!”…, y de repente, allí mismo, un milagro. ¿Se han agachado alguna vez sus maridos a besar la tierra y han encontrado un tesoro delante de sus ojos?

Segismunda.- ¿Un tesoro? ¿En el medio del monte?

Prudencia.- ¡Pues el mío, sí; el mío sí!

Aparicia.- ¿Pero, te has vuelo loca?

Cleopatra.- ¡No le lleves la contraria, que es peor!

Prudencia.- Una botija así…, no, no,no, ¡así!, repleta de montones de oro…, joyas, piedras preciosas… ¿Qué valen ahora tus vestidos de encaje y tu cañaveral, eh? Yo lo sabía, Dios mío, yo lo sabía que me ibas a sacar de esta pobreza. ¿No dicen por ahí que el que ríe de último ríe mejor? ¡Pues miren cómo se ríe la última! (Ríe como una loca poseída. Las vecinas retroceden espantadas.) ¿Qué? ¿Por qué me miran así? No me creen, ¿verdad?

Segismunda.- ¿Por qué no, mujer, si todo lo que has dicho es lo más natural del mundo?...

Aparicia.- Sí, bobita, sí, claro que te creemos…

Cleopatra.- Acuéstate, Prudencia…, descansa…

Prudencia.- ¿Necesitan pruebas? ¿Eso es lo que quieren? ¿Pruebas? Pues ya van a ver. ¡Ya van a ver! (Golpea los muebles, tira las cosas al suelo.) ¡Fuera la sarna sarnosa! ¡Fuera la tiña tiñosa! ¡Se acabó la pobre Prudencia! ¡Abran paso a la Señora Prudencia! ¡La última…, ja, ja, ja…, la última! (Se va con su risa estridente.)

Cleopatra.- ¡Qué cosa más grande, por tu vida! ¿Quien se iba a imaginar esto? ¡Una mujer que parecía tan sana!

Segismunda.- La soberbia y la pobreza son malas compañeras.

Aparicia.- ¡Yo siempre dije que iba a terminar así! ¡Castigo de Dios!

Se santiguan las tres. Recogen las ropas.

Segismunda.- Vamos a recoger la ropa, que es capaz de quemarla. Hay que contarle esto a todo el mundo en el pueblo.

Cleopatra.- Y en la botica.

Aparicia.- Y en la bodega. ¡Vamos, vamos!

Entran Iluminado y Severino.

Severino.- ¡Buenas tardes, comadres!

Las Tres.- ¡Buenas tardes, Severino!

Iluminado.- ¿Pero ya se van ya, tan rápido? ¿Por qué, pasa algo?

Aparicia.- No, nada, Iluminado. Cuida a tu mujer… La pobre…, tiene tanto trabajo…

Segismunda.- Paños fríos, caldo de gallina y reposo, mucho reposo...

Cleopatra.- Y si necesitas algo, ya sabes dónde encontrarnos. Adiós, vecino.

Las Tres.- ¡Pobre Prudencia! ¡Pobre Iluminado! (Salen.)

Severino.- Ahora sí que la has hecho buena. Todo el pueblo señalará a tu mujer con el dedo; los niños le tirarán piedras; estará en boca de todos. ¿Te descuenta de lo que acabas de hacer?

Iluminado.- Lo más grande, padre. Más que pescar una jutía en le río y más que cazar una trucha en el monte. ¡He conseguido que mi mujer guarde un secreto! ¡Porque no hay secreto mejor guardado que el que nadie quiere creer! ¡Y ahora, a descansar en paz!

Cuadro final. Todos cantan y bailan.

FIN

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